El cuento de Marta Copetti sobre al asesinato del “anarquista”

Un Ácrata en el Pueblo
Anselmo, sentado en el borde de la acequia, se tapó los azules y cansados ojos con la mano grandota y las grietas de la palma dibujaron pequeños surcos en la barba de días.
Los maizales no daban más.
De riego, solo alcanzó para las hortalizas y dar de beber a los animales.
Otro año sin cosecha llevaba a los hombres a la desesperación.
En el ocaso de esa caliente jornada, Anselmo, robusto y con las sienes entrecanas, ya había perdido la cuenta de la cantidad de días sin un atisbo de lluvia, sin embargo oteaba el horizonte buscando una miserable nube que anticipara el cambio de clima.
Un fuerte olor a cebolla frita, le anticipó el repetido menú de la cena: guiso de papas.
Harto de ese olor, de esa comida y del parloteo de los hijos alrededor de la mesa, escupió con fuerza en la tierra reseca y partió para el boliche.
Ahí la conversación giró sobre el mismo tema, pero con unos vasos de tinto la gravedad parecía atenuarse.
Jorge, compadre de Anselmo, con la gorra apretujada entre las manos, tomó la palabra y el silencio se apropió del lugar.
“¿Saben qué dijo el cura en la misa del domingo?”
“Yo fui -dijo Santiago-, pero como me siento en los últimos bancos no escuché nada”.
“Mirá -intervino Juan-, ustedes saben que a mí las predicas de los curas no me interesan, así que crucé a lo de Pancho por un Cinzano”.
Los otros que los rodeaban pusieron cara de nada y ahí fue que Jorge alzó la voz para que todos lo escucharan e imitando la postura y la voz del sacerdote dijo:
“¿Saben ustedes por qué hay tanta sequía? ¿Saben ustedes por qué hace dos años que aquí no se cosecha nada y el agua apenas alcanza para que no se mueran los animales?”
Y Jorge siguió en el mismo tono: “¡Porque hay entre ustedes uno que no le teme a Dios, que no cree en Dios, uno que no viene a la misa porque dice que Dios no existe, uno que es anarquista!”.
Aquí Jorge volvió a tomar aire y remató:
“¡Ese es el que no deja llover aquí, ese está provocando que los hombres abandonen el pueblo y dejen que sus mujeres e hijos se mueran de hambre! ¡El anarquismo nos está matando! ¡Matemos al anarquismo!”.
Jorge todo colorado y bañado en sudor reafirmó haciendo suya las palabras del sacerdote:
“¡Matemos al anarquismo!”
No se necesitaron muchas palabras más para entender de qué se estaba hablando y por sobre todas las cosas, de quién se hablaba.
Hacía bastante tiempo había irrumpido en el pueblo uno que no solo impresionaba por su porte aguerrido sino también con una verba encendida afirmando que los únicos responsables del sufrimiento del hombre trabajador eran los ricos, los empresarios que vivían a costa de los pobres desgraciados, que eran mentiras que Dios los quería a todos pobres y humildes, que tenían que levantarse, unirse y pelear por sus derechos, por un salario justo, que el gobierno debía dejar de cobrar impuestos y responder por lo que había prometido y nunca cumplió.
Anselmo con las sienes calientes y la cabeza a punto de estallar partió para la casa, pero esa y las siguientes noches no pudo pegar un ojo.
Una estampida fuerte y seca irrumpió la calma pueblerina de esa cálida y oscura noche de viernes, acallando grillos y llenando de oscuros presagios la mente de los insomnes.
Dos días después encontraron el cuerpo extendido, cuan largo y fornido era, obstruyendo el paso del burbujeante canal, que con la intensa lluvia del día anterior hacía desbordar el agua por doquier.
Era él el anarquista, el ácrata que fue enterrado ahí nomás donde fue asesinado porque el cementerio del pueblo no admitía gente no creyente.
Su tumba así lo atestigua. Ahí lo lloran desde el 18 de enero de 1900 el canto lúgubre de los alerces en ambos costados de la calle 40 de mi ciudad.
Cuento escrito por Marta Copetti de Lauret en el libro Destinos Marcados, impreso en el año 2017.